Caminaban hasta que encontraron un parquecito que los invitó a no seguir más. Estaban ya cansados de tanto andar. Y ahí se estaba bien, era fresco, solitario. Estaba rodeado por círculos de árboles que, se notaba, eran muy viejos. Deben de esconder tantas historias, dijo ella. Puso un poco de música y se acostó en el pasto suave. Él sacaba su equipo de mate y, con su usual gesto de que algo le molestaba, se sentaba al lado.
En el parque no había nadie. La canción había terminado, y sólo se escuchaba el ruido de algunos pájaros que cantaban. Una brisa suave, muy suave apenas se dejaba sentir. Con los ojos cerrados y con la cara inclinada levemente hacia adelante, ella la sentía. Rompiendo la calma, decía:

Él no le contestó, y volteó su cabeza hacia ella, con una mirada que rebalsaba escepticismo, que desbordaba soberbia. Que inocente, que ilusa, pensó. Como se nota que le falta vivir un poco.
Ahora habían pasado más de treinta años, y así la recordaba. Una chica que a pesar de haber sufrido, encontraba la felicidad cuando una brisa soplaba en un parque verde. Soñadora, sonreía cuando había luna. Se maldecía una y otra vez por haberse creído superior, por no haber dejado que ella lo contagie de eso que la invadía. Por haber mirado tanto para abajo y no para arriba o...más para ella, por no tirarse en el pasto suave de alguna plaza escondida.
Ya había pasado mucho tiempo. Pero cuando caminaba por alguna calle poco transitada y veía árboles con flores violetas, la buscaba. No entendía bien porque pero sabía que, irremediablemente, la iba a volver a encontrar. Una vez, en alguna estación, ella le había gritado, hasta siempre, Mi amor.