sábado, 19 de noviembre de 2011

La historia del árbol que lloraba.

Dedicado al árbol de la facu mía.
Fue una tarde de febrero que Juan conoció la tristeza.
La tarde de uno de esos días tan calurosos, que el cuerpo pesa. Uno de esos días que invita a quedarse a la sombra, en algún lugar fresco, hasta la hora que el sol bajara un poco y el aire se volviera respirable.
Se puso sus alpargatas blancas y salió a buscar a Lucía, la chica con la que hace ya dos dos años pasaba sus tardes, las noches y sus amaneceres. Cuando entró, la vio sentada, con una pierna colgando y la otra sobre la silla. La mirada fija, y perdida, en la pared despintada que tenía enfrente. Sus manos doblaban y desdoblaban un papel ya arrugado. Doblaba y desdoblaba. Su estado, a pesar de haber entrado Juan, no vario en nada. Él supo, enseguida que algo le pasaba.
Sin decir nada, se sentó en frente y esperó que ella le dijera qué era lo que le había robado su acostumbrada sonrisa. Se miraron, y ella empezó a gritar una letanía de sinsentidos que él prefirió no escuchar. La miraba, gritar, caminar, y aunque molesto por los planteos, pensaba cuanto la quería. Cuando, escucho el final, se arrepintió de no haberle prestado atención al resto.
- …Juan, no sé. Ya es distinto. Antes de que llegarás, estaba pensando que no quería verte. Ayer no soñé con vos. Te miro y… no siento. Ándate  Juan.
Él no se movió. Pero ella sí, se fue, dejándolo ahí. Ya, sin corazón y con el orgullo herido, espero que volviera, pero nunca lo hizo. Pasó una hora y se fue, a su casa, no tenía nada que hacer ahí. Cuando entró a su casa, su papá lo estaba esperando para decirle si no podía plantar en el jardín de enfrente el árbol que estaba afuera. Lo miró y decidió que era más fácil hacer lo que le había pedido, que decirle que no y explicarle lo que había pasado (que además, no entendía bien).
Salió afuera y había una maceta con un árbol muy chiquito. No era complicado, lo que tenía que hacer y lo iba a ayudar a sacarse un poco de lo que tenía adentro. Se cargo la pala y cruzó. Con furia empezó el trabajo. No lo estaba haciendo a conciencia. Su mente trataba de entender, de ver que había pasado. Su alma intentaba convencerse de que había sido un sueño, que nada era real. Pero el dolor que sentía, estaba ahí, recordándole que estaba bien despierto, y que SI había pasado. Esa tristeza que le calaba hasta los huesos, la sentía por primera vez en su vida y no lo dejaba olvidar. Por primera vez sus lágrimas recorrían, como un océano, su cara y caían en el suelo, formando ríos imaginarios.
Cuando termino de plantarlo, se limpió la cara y volvió a su casa.
El tiempo pasó. Juan y Lucía no se vieron más. Ella lo fue a buscar, y él no estaba. Él la buscó y no la encontró. Lucía se fue a vivir a otra provincia. Juan nunca la llamo, a pesar de querer saber si ella quiso despedirse o arrepentirse. Un poco de miedo, un poco de orgullo.
El árbol creció. El pueblo también, y ahora le dicen ciudad. Ciudad de las diagonales. El barrio en el que vivían Juan y Lucía ya no existe más, ni sus casas, ni sus calles. Solamente quedo el jardincito del árbol. Muchos lo intentaron sacar, porque “obstruía el diseño”. Pero, no se sabe porque, no pudieron. Para disimularlo, le pusieron alrededor unos bancos de cemento y unos juegos para los chicos. Hay, en frente, una casa de estudios.
Todos los años, cuando empieza el calor, el árbol llora. Triste, por las lágrimas que le cayeron en sus raíces, hace ya mucho tiempo atrás. Lagrimas de una historia que no fue, del primer amor que se rompía. Entre un suave viento, cuenta la historia a quién se sienta a su sombra y sepa escuchar. La canta, cuando el viento se mueve entre sus hojas.



(Gracias a las fotos)