Son las cinco y media de la tarde de uno de los primeros jueves de este invierno.
El frío impone su presencia en todos los diálogos, saludos e informativos matutinos. Se adueña de las mañanas y la ya difícil tarea de despertarse se hace imposible. Hace que los días sean más cortos, pero las horas más largas. Para escaparnos nos ponemos más ropa de lo saludable (por las capas y capas de ropa), pero siempre se termina metiendo por algún huequito.
Volviendo. Jueves. Cinco y media. Salgo de un mundo virtual y vuelvo al que se puede tocar (¿se puede?). Me abrigo. Auriculares, play, yo te prefiero...
Me encuentro con una sorpresa. El cielo está despejado, de color celeste clarito y algunas nubes, blancas, como inofensivas. Sonrío. Otra sorpresa, le gane al frío. Abrigada, mitad caminando, mitad bailando a un ritmo rápido me hice como impermeable a los pocos grados de esta tarde. Otra sonrisa. No me molestan esas cuadras que tengo para caminar, hasta quisiera que se alarguen.
Camino, nada más me frenan las luces rojas de los semáforos -osea, el miedo a que me pisen-. Me llama la atención un gato negro, agazapado contra una pared, como en una posición de ataque-defensa (generalmente, se da todo junto) y mirándome con unos ojos amarillos, grandes, que lograron hacerme sentir su miedo.
Las pocas cuadras que tenía que caminar ya se acaban. Stop. Silencio. Y tic toc tic toc de vuelta.-
(Necesitaba escupir un poco de sin sentido, para poder seguir)