martes, 6 de septiembre de 2011

Tus ojos.

Como hace ya infinitas tardes, Clara caminaba por las calles de esa ciudad que había dejado de sentir suya. Escuchaba el sonido de las bocinas, retazos aislados de conversaciones ajenas. Pero no era ella. Sus movimientos parecían estar, si existiera tal cosa, predestinados: ella un títere, atada inexorablemente a los hilos de algún titiritero cruel.
Ajena a todo esto sólo podía pensar en lo que había pasado aquella vez. Cuando Máximo la había llamado y le pidió encontrarse en la casa de ella, no imaginó que él quisiera decirle adiós. Menos, que sería la última vez que sentiría la cálida sensación de verse reflejada en sus ojos.
 Un perro de la calle le ladró pero ella ni siquiera se sobresaltó; estaba recordando como él le había gritado, mientras ella lloraba. En un acceso de enojo, él le había pegado un puñetazo a la pared, y tirado una silla pesada al piso. Recorrió, todavía furioso, con pasos firmes el cuarto. La abrazó y con un portazo se fue.
Sin darse cuenta había caminado mucho. El paisaje estaba cambiando; los ruidos del tránsito, lentamente, callaban. No sabía donde estaba pero, empezaba a escuchar grillos y, en la copa de los árboles, el cotorreo de los pájaros. El asfalto caliente había dejado el lugar a un pasto verde y suave. Se sentó. Cerró los ojos y sintió a lo lejos el fluir tranquilo de un arroyo. Despacito, como quién cuenta un secreto, y entre lagrimas silenciosas, cantó la canción que él había escrito para cuando se sintiera triste.
 Los árboles parecían enormes, los pájaros subían el volumen de su canto hasta ensordecerla. De repente, se le apareció Máximo. Pero estaba distinto de cómo lo había visto la última vez. Sereno, parecía que flotaba a milímetros del suelo. Con una sonrisa, se acercó y se sentó al lado. Hablaron, como si nunca hubieran estado separados. Pero Clara sentía que algo estaba mal. Tardó en darse cuenta, pero cuando lo hizo se asustó: por más que se mirará y se buscara en sus ojos miel no se encontraba, ya no la reflejaban. Ya no estaba en él.
Vio como su cuerpo estaba ahí sentado con él, entre el pasto y el agua, entre los pájaros. Pero su mente se alejaba, se iba alto y la conversación se distorsionaba, se volvía inaudible.
De repente ya no había ni arroyo, ni pájaros. Escuchaba el ruido del tren, que estaba por llegar a la estación, enfrente a su casa. Si entender nada, se incorporó y abrió los ojos. El teléfono de su casa sonaba insistentemente. Con las manos tapándose la cara, tratando de detener las lágrimas que, inevitablemente, caerían, se acordó. Del accidente, del hospital, de los ojos ciegos de Máximo. De esos ojos que ya no la reflejaban.