miércoles, 14 de septiembre de 2011

En este banco verde.

   - Ellos solamente aparecían por los últimos días de febrero. En esos días de sol, que no se apiadaba de nada y quemaba las mañana con un fulgor intenso. En esas tardes pegajosas y largas, de mosquitos y mates. En esas noches lindas, que no deberían terminar nunca. Entraban en escena por esa calle que ya no era recorrida, en fila india como yendo a una fiesta o marchando hacia otra de sus batallas. No era difícil reconocerlos, nunca cambiaban: el tiempo les era ajeno. Su mirada encendida, como fuego. Su caminar tan particular, lento pero firme y con un ritmo que te encendía, como si se estuviera presenciando el más antiguo de los rituales. Sus disfraces, sus colores, sus pies desnudos, sus bailes y gritos.  
    Bautista escuchaba atento lo que su abuelo le estaba contando. Siempre se habían llevado muy bien y se entendían como si fueran la misma persona. Esa tarde, su mamá, con los ojos vidriosos, le había dicho que entrará al cuarto del abuelo para despedirse. No había entendido bien. Pero ahora, que estaba ahí adentro y que había escuchado un tono distinto en las historias que tanto le gustaban, había visto que era un adiós distinto, uno que nunca había dicho. Siguió escuchando lo que su abuelo le estaba contando.
   - Yo me acuerdo, cuando era chico como vos, esperaba esas tardes de verano. Me sentaba en el banco verde del centro de la plaza y esperaba, esperaba el sonido de su repicar, de su carnaval (o re-carnaval, como me gustaba decirle). Y cuando empezaba a adivinar sus movimientos, sus sonidos todo el mundo a mi alrededor desaparecía. Me hundía en su ritmo y era estúpidamente feliz. Cuando salía de ese sopor los miraba un rato más, me costaba escapar de sus carcajadas. Y me volvía para casa. 
     El abuelo tomó un poco de agua; hablar ese día le estaba costando más de lo acostumbrado. Bautista se acomodó, impaciente.
    - Me encantaba verlos y soñar con que un febrero yo sería el que encabezará esa fila. Pero había algo que no entendía. No podía entender como nadie más se sentaba conmigo en el banco verde a mirarlos. Parecía como si fueran invisibles a los ojos del resto. Pero yo no estaba loco y ellos estaban ahí todas las tardes de febrero. ¡Cómo podía ser que no mirarán!. Eso pensaba yo, cuando era así como vos. Chico y soñador. Pero un día yo también deje de mirarlos. Fue un año que me olvide de febrero, lo perdí, en algún trabajo, en alguna mujer. Y al siguiente fui cobarde, y no me senté en el banco verde, y no esperé verlos venir. 
     La puerta del cuarto se abrió. Era la mama de Bautista que entraba para darle un remedio a su papá. Cumplió con su tarea y se fue, sabiéndose de más.
    - ¿Sabes por qué te cuento esto Bau? - Bautista sonrió, siempre le había gustado que él le dijera así. - Porque yo te conozco, y me reconozco en vos. Y por eso te quiero pedir algo. Quiero que vayas a la plaza y te sientes en el banco verde. Y que esperes, que esperes y que no te olvides. 
    Esa misma tarde Bautista fue a la plaza. Y llevó la armónica para jugar con algo mientras esperaba. El sonido no tardó mucho en dejarse escuchar. Mientras el sol regalaba sus últimos rayos por ese día e iniciaba su lenta caída, el polvo de la calle se empezó a levantar. Unos pasos, profundamente rítmicos, se veían venir por la calle. Un desfile, en fila india, de muchas personas fuertes y sonrientes nacía a lo lejos.
    Atónito, Bautista miraba a su alrededor, quería ver si era verdad que ya nadie miraba. Y si, el abuelo tenía razón. Todos andaban perdidos, en días sin más febreros, sin más alegrías. Decidido, se atrevió no sólo a no olvidar sino a seguir ese carnaval. Tuvo la valentía de no volver. De no salir del trance que lo había hecho "estupidamente feliz". Y se unió al desfile, sin saber tampoco si era una fiesta o una guerra. Además de esa forma, no tendría que despedirse del abuelo
    Y así, de vez en vez, alguno se les unía. En cada ciudad, encontraba alguna mirada, de esas que no solamente ven, sino que miran. Ojos especiales, como los tuyos, como los míos que clavados en una calle que no viene ni va ningún lado esperan, en una plaza, en este banco verde, la entrada de los fantasmas de carnaval. 




(Todo, a partir de una canción)