jueves, 29 de septiembre de 2011

Complices.

Hoy un bebe sonrió por primera vez cuando, al despertar, encontró la mirada de los ojos de su mamá. Así fue como nació una nueva sonrisa, que llegaba a una ciudad algo gris. Un poco tímida, nada extrovertida pero segura de algunas pocas cosas que le daban paz, salió de la calidez de aquella casa a una noche fría, sin luna.
Pasó su primera noche, sola. La pobre andaba media desorientada, no sabía bien que hacer.
Al otro día, recorría unas calles, solitarias. Todas iguales. Hasta que se cruzó con los primeros que, sin saber, la esperaban. Eran dos chicos, de ropas viejas, que con una pelota salían a jugar al terreno de enfrente de sus casas.
Creciendo así, inició un viaje, de los que no terminan. De los chicos que jugaban a la pelota, a dos viejos amigos que se reencontraban. De ahí a una chica que le gustaba cerrar los ojos, cuando andaba en bici, y sentir el aire fresco. En la cara de un aviador que hacía su último vuelo, llegó a lugares lejanos. De boca en boca, llegó hasta mí y me pidió que la cuide porque ella tenía que viajar a la luna. Decía que desde allá, haría que mil sonrisas nazcan.
Sin que me costara mucho, la hice eterna. Porque cuando desde el disco plateado ella me mira, la estoy viendo. Las dos nos reímos y después, seguimos. 

miércoles, 28 de septiembre de 2011

La desmemoria /1
Estoy leyendo una novela de Louise Erdrich.
A cierta altura, un bisabuelo encuentra a su bisnieto.
El bisabuelo está completamente chocho (sus pensamientos tienen el color del agua) y sonríe con la misma beatífica sonrisa de su bisnieto recién nacido. El bisabuelo es feliz porque ha perdido la memoria que tenía.
El bisnieto es feliz porque no tiene, todavía, ninguna memoria.
He aquí, pienso, la felicidad perfecta. Yo no la quiero.


Galeano.
Hay días que me llevo muy bien conmigo misma. Hay días que no. 

domingo, 25 de septiembre de 2011

Cada loco con su tema .

No me gustan las etiquetas, porque son estáticas. Sus letras, sus palabras parecen moldes fijos, que encierran y no permiten crecer.
No me gusta la palabra normal. O raro. ¿Quién decide qué es cada cosa? Igual, si tuviera que elegir una de las dos, me gustaría merecer ser de la segunda.
No creo en el “viví el presente” obsesivo. Si fuera así, ¿qué hacer con lo que nos enseño el pasado? ¿Lo bailado, lo sufrido, lo reído? ¿Y lo qué nos espera adelante? No, olvídate.
Nunca y siempre. Dos palabras que nos encanta decir, dos palabras en las que nos encanta creer. Dudo seriamente de su real existencia.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

En este banco verde.

   - Ellos solamente aparecían por los últimos días de febrero. En esos días de sol, que no se apiadaba de nada y quemaba las mañana con un fulgor intenso. En esas tardes pegajosas y largas, de mosquitos y mates. En esas noches lindas, que no deberían terminar nunca. Entraban en escena por esa calle que ya no era recorrida, en fila india como yendo a una fiesta o marchando hacia otra de sus batallas. No era difícil reconocerlos, nunca cambiaban: el tiempo les era ajeno. Su mirada encendida, como fuego. Su caminar tan particular, lento pero firme y con un ritmo que te encendía, como si se estuviera presenciando el más antiguo de los rituales. Sus disfraces, sus colores, sus pies desnudos, sus bailes y gritos.  
    Bautista escuchaba atento lo que su abuelo le estaba contando. Siempre se habían llevado muy bien y se entendían como si fueran la misma persona. Esa tarde, su mamá, con los ojos vidriosos, le había dicho que entrará al cuarto del abuelo para despedirse. No había entendido bien. Pero ahora, que estaba ahí adentro y que había escuchado un tono distinto en las historias que tanto le gustaban, había visto que era un adiós distinto, uno que nunca había dicho. Siguió escuchando lo que su abuelo le estaba contando.
   - Yo me acuerdo, cuando era chico como vos, esperaba esas tardes de verano. Me sentaba en el banco verde del centro de la plaza y esperaba, esperaba el sonido de su repicar, de su carnaval (o re-carnaval, como me gustaba decirle). Y cuando empezaba a adivinar sus movimientos, sus sonidos todo el mundo a mi alrededor desaparecía. Me hundía en su ritmo y era estúpidamente feliz. Cuando salía de ese sopor los miraba un rato más, me costaba escapar de sus carcajadas. Y me volvía para casa. 
     El abuelo tomó un poco de agua; hablar ese día le estaba costando más de lo acostumbrado. Bautista se acomodó, impaciente.
    - Me encantaba verlos y soñar con que un febrero yo sería el que encabezará esa fila. Pero había algo que no entendía. No podía entender como nadie más se sentaba conmigo en el banco verde a mirarlos. Parecía como si fueran invisibles a los ojos del resto. Pero yo no estaba loco y ellos estaban ahí todas las tardes de febrero. ¡Cómo podía ser que no mirarán!. Eso pensaba yo, cuando era así como vos. Chico y soñador. Pero un día yo también deje de mirarlos. Fue un año que me olvide de febrero, lo perdí, en algún trabajo, en alguna mujer. Y al siguiente fui cobarde, y no me senté en el banco verde, y no esperé verlos venir. 
     La puerta del cuarto se abrió. Era la mama de Bautista que entraba para darle un remedio a su papá. Cumplió con su tarea y se fue, sabiéndose de más.
    - ¿Sabes por qué te cuento esto Bau? - Bautista sonrió, siempre le había gustado que él le dijera así. - Porque yo te conozco, y me reconozco en vos. Y por eso te quiero pedir algo. Quiero que vayas a la plaza y te sientes en el banco verde. Y que esperes, que esperes y que no te olvides. 
    Esa misma tarde Bautista fue a la plaza. Y llevó la armónica para jugar con algo mientras esperaba. El sonido no tardó mucho en dejarse escuchar. Mientras el sol regalaba sus últimos rayos por ese día e iniciaba su lenta caída, el polvo de la calle se empezó a levantar. Unos pasos, profundamente rítmicos, se veían venir por la calle. Un desfile, en fila india, de muchas personas fuertes y sonrientes nacía a lo lejos.
    Atónito, Bautista miraba a su alrededor, quería ver si era verdad que ya nadie miraba. Y si, el abuelo tenía razón. Todos andaban perdidos, en días sin más febreros, sin más alegrías. Decidido, se atrevió no sólo a no olvidar sino a seguir ese carnaval. Tuvo la valentía de no volver. De no salir del trance que lo había hecho "estupidamente feliz". Y se unió al desfile, sin saber tampoco si era una fiesta o una guerra. Además de esa forma, no tendría que despedirse del abuelo
    Y así, de vez en vez, alguno se les unía. En cada ciudad, encontraba alguna mirada, de esas que no solamente ven, sino que miran. Ojos especiales, como los tuyos, como los míos que clavados en una calle que no viene ni va ningún lado esperan, en una plaza, en este banco verde, la entrada de los fantasmas de carnaval. 




(Todo, a partir de una canción) 
    

martes, 6 de septiembre de 2011

Tus ojos.

Como hace ya infinitas tardes, Clara caminaba por las calles de esa ciudad que había dejado de sentir suya. Escuchaba el sonido de las bocinas, retazos aislados de conversaciones ajenas. Pero no era ella. Sus movimientos parecían estar, si existiera tal cosa, predestinados: ella un títere, atada inexorablemente a los hilos de algún titiritero cruel.
Ajena a todo esto sólo podía pensar en lo que había pasado aquella vez. Cuando Máximo la había llamado y le pidió encontrarse en la casa de ella, no imaginó que él quisiera decirle adiós. Menos, que sería la última vez que sentiría la cálida sensación de verse reflejada en sus ojos.
 Un perro de la calle le ladró pero ella ni siquiera se sobresaltó; estaba recordando como él le había gritado, mientras ella lloraba. En un acceso de enojo, él le había pegado un puñetazo a la pared, y tirado una silla pesada al piso. Recorrió, todavía furioso, con pasos firmes el cuarto. La abrazó y con un portazo se fue.
Sin darse cuenta había caminado mucho. El paisaje estaba cambiando; los ruidos del tránsito, lentamente, callaban. No sabía donde estaba pero, empezaba a escuchar grillos y, en la copa de los árboles, el cotorreo de los pájaros. El asfalto caliente había dejado el lugar a un pasto verde y suave. Se sentó. Cerró los ojos y sintió a lo lejos el fluir tranquilo de un arroyo. Despacito, como quién cuenta un secreto, y entre lagrimas silenciosas, cantó la canción que él había escrito para cuando se sintiera triste.
 Los árboles parecían enormes, los pájaros subían el volumen de su canto hasta ensordecerla. De repente, se le apareció Máximo. Pero estaba distinto de cómo lo había visto la última vez. Sereno, parecía que flotaba a milímetros del suelo. Con una sonrisa, se acercó y se sentó al lado. Hablaron, como si nunca hubieran estado separados. Pero Clara sentía que algo estaba mal. Tardó en darse cuenta, pero cuando lo hizo se asustó: por más que se mirará y se buscara en sus ojos miel no se encontraba, ya no la reflejaban. Ya no estaba en él.
Vio como su cuerpo estaba ahí sentado con él, entre el pasto y el agua, entre los pájaros. Pero su mente se alejaba, se iba alto y la conversación se distorsionaba, se volvía inaudible.
De repente ya no había ni arroyo, ni pájaros. Escuchaba el ruido del tren, que estaba por llegar a la estación, enfrente a su casa. Si entender nada, se incorporó y abrió los ojos. El teléfono de su casa sonaba insistentemente. Con las manos tapándose la cara, tratando de detener las lágrimas que, inevitablemente, caerían, se acordó. Del accidente, del hospital, de los ojos ciegos de Máximo. De esos ojos que ya no la reflejaban.

viernes, 2 de septiembre de 2011

no es tanto lo que pido.

Ya lo se,
soy un iluso.
Déjame bailar
no molesto a nadie.








no te va a gustar-