miércoles, 29 de febrero de 2012
El pacto.
Nadie sabía, pero el día que la Muerte moriría se estaba acercando.
Llevaba recorriendo caminos ya casi tres milenios y sus pies le dolían. Su tarea, sobremanera monótona, le había agotado. Además, se había cansado de, adonde llegará, despertar tantas lágrimas y dolor. Le hartaba ser castigo para los pobres y arma para los poderosos. No entendía cómo algunos le tratarán de robar su deber, y se mancharán con sangre eterna sus manos, asesinando por oscuros propósitos. No quería llevarse consigo más niños que recién aprendían a jugar o jóvenes que empezaban a amar. Por todo eso, esperaba que su sombra que lo alcanzará, dejándolo descansar de tanta suciedad.
Pero antes de morir, la Muerte quiso vivir, aunque sea unos días. Le pidió ayuda a la Vida (la conocía bien, habían nacido y crecido juntos) y ésta le dio una oportunidad. Le dio forma de un joven, ya casi adulto, con el semblante y esa mirada propia de quien, ya hace mucho tiempo, es amigo de la tristeza. Sin más explicaciones e instrucciones, lo dejo en un camino que llevaba al único pueblo que no había sido conquistado por el “progreso” donde las personas aún sentían, lloraban y reían: sus corazones latían.
Sólo, desorientado, siguió las huellas, sin saber a donde conducían. Cuando llego, se sorprendió al notar que bien se estaba ahí. Había visto otras ciudades y sus alrededores y ya no quedaban lugares como ese. Ahí, había largos parques con pasto verde y suave y pequeñas flores silvestres que crecían sin ningún orden. En los grandes centros de trabajo que caracterizaban al país, no había parques, no había flores que crecieran sin que alguien las plantara en su debido lugar. Sin embargo, cuando quiso tocar una de esas flores, para sentirle el olor, ésta se volvió gris. Se dio cuenta que la condición de muerte, seguía estando en él, seguía siendo lo mismo y quizás, lo sería para siempre. Triste, siguió caminando.
Los descubrimientos que seguía haciendo, lo sorprendían más y más. Niños que reían, jugando, sin ninguno de esos nuevos robots que controlaban a los chicos para que sólo estudiaran números vacíos. Amigos que cantaban al compás de una guitarra. Dos ancianos que paseaban lentamente por la plaza principal, sin que ningún oficial intervenga y los encierre en algún hospicio. Una pareja de novios que se abrazaban sin que nadie los separara para siempre, alegando que estaban perdiendo el tiempo.
Ese pueblo le recordaba a los que se habían extinguido miles de años atrás. Ahora, era distinto. El Gobernador había hecho varios cambios. Había puesto censura a los libros, películas y canciones. Para poder ser conocidas, tenían que rendirle culto a la nueva Orden. No se permitían los días sin trabajos, las reuniones de más de dos personas. Bailar era una herejía y sonreír, un crimen. La muerte no era vista como antes, con respeto y dolor, sino con fanatismo; era algo que se quería y era un honor que llegara antes de lo estipulado. Los hombres ya no esperaban lo mismo de la vida. No buscaban ser aceptablemente felices, ya no les interesaban encontrar alguien a quien hacer mucho más que medianamente feliz. El objetivo era ahora la mediocridad, la subsistencia; todo el día trabajo, sin el mínimo resquicio de placer.
La muerte se había olvidado como era todo antes de la Orden, no estaba acostumbrada a ese funcionamiento tan fuera de lo establecido y por eso se sentía tan a gusto, en ese pueblo inexplicablemente marginado de la Orden. Un poco melancólico, nostálgico de aquello que ya no estaba, se sentó en uno de los bancos verdes que había en la Plaza Principal. De repente una joven, se puso al lado y le pregunto qué le pasaba. La muerte no le contestó, sólo la miro. Y la chica la abrazó y se fue. La parca esperó que, como la flor que había intentado oler, se muriera. Pero no.
Azorado, tardó en comprender como no le había pasado nada a aquella que lo había tratado de consolar, de confortar su mirada triste. Y era eso. ¿Cómo alguien que amara a la propia muerte podía fallecer?
Después de esta conclusión, se alejó de ese lugar, dejo el cuerpo que le había sido prestado y decidió hacer algo para preservar ese pueblo. En un acuerdo con la Vida, firmó un pacto por el que todas las fuerzas que había en ese lugar serían preservadas. Las condiciones eran que La Muerte renunciaba a su desconocida mortalidad, a su ansiado descanso. Elegía seguir siendo lo que era, en aquello que la nueva Orden había convertido en un trabajo, en una aplastante tecnicidad, a cambio de que nadie de ese pueblo tuviera que morir, o sufrir.
La Muerte había conocido y se había enamorado de la Vida, el Amor y el Arte, se sacrificaba para que ese último espacio de Verdad, Felicidad y Libertad se salvara para siempre.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario