Ibas caminando y el día estaba perfecto. Hacía fresco y el aire parecía como cristalizado. El sol casi abandonaba el marco y regalaba el último brillo anaranjado, ese que tanto te gustaba. Estabas distraída y cansada, por eso trastabillaste. Salvaste la caída, pero odiabas que te pasara eso. El atardecer ya se había arruinado y todo por esa torpeza tan tuya.
En realidad, por la extraña manera de asociar que tenía tu cabeza, o la parte que fuese, de relacionar conceptos. De repente, esa caída que había pasado porque el piso estaba un poco levantado era reflejo de que estabas por volver a equivocarte. No quiero caer más en la misma trampa, te repetís antes de cruzar la última esquina y mirar a los dos lados por si aparece. Repasas una lista de sinsabores, reafirmas tu nueva decisión de dejar de ilusionarte así de gratis, así de fácil.
Estabas llegando, apuraste un poco el paso. Por el apuro, por el hambre, por el sueño, porque estabas pensando como te miraba cuando te contaba algo, no viste que en donde estabas por pisar la vereda estaba apenas levantada. Torpe, te caíste al piso. Esta vez no lo pudiste evitar. Después de ver que no te habías lastimado, que era solamente un raspón, te preguntaste que habrían pensado los que te vieron sonreírte después del golpe. Y bueno, ellos no sabían de tus asociaciones raras, de que te diste cuenta que preferías seguir caminando rápido, que preferías caerte una y mil veces más.